Un día de la semana pasada comencé y he
tardado cinco días en retomar el final de este “no se sabe qué”, porque ni es cuento,
ni es relato, ni es poema, ni canción desesperada, pero refleja lo que me
gustaría poder contar a diario, eso que pasa entre tus miradas.
Escribo mientras camino los entresijos del
Retiro, recabo en un banco solitario y escucho los cantos de los pájaros,
difuminada por mi miopía adivino, más que veo, al fondo el sol y las sombras
creadas por la luz en el paseo de coches, tan sólo estropea el idílico momento
el ruido de las máquinas que realizan las obras cerca de la antigua casa de
fieras.
Comienza a notarse el calor de una
incipiente primavera que irrumpe con un aumento de temperaturas tras un
invierno liviano en rigores, la oscilación en Madrid entre invernales y
estivales suele sorprendernos con esa inusitada inmediatez que siempre nos
pilla por sorpresa tanto a castizos, como a foráneos, con el abrigo puesto por
las mañanas, manga corta al medio día, y rebecas al atardecer, esa típica
locura que nos hace llevar encima el fondo de armario casi completo, en
superposiciones imposibles a la par que horrorosas, pesadas y molestas que intensifican
los efectos de catarros y el absentismo laboral.
A tan sólo unas horas de la gran migración
procesional de unos a las playas y otros a los actos religiosos, dependiendo de
los santos de cada devoción, y los de la calle que se prodigan en nuestra
ciudad estos días, como en todas las demás, pero aquí apenas notamos la
ausencia de ese millón de madrileños, porque al final son casi muchos más, los
que vienen a procesionar su fe en nuestras estrechas calles.
Nunca fui ni de silenciar saetas, ni de
dejar que el sol me amenace con nuevos melanomas, así es que indolente, veré
como el centro de mi ciudad se plaga de gente de otras ciudades, que vienen a
disfrutar de ésta, que es de todos, mientras los de aquí seguimos entre nuestro
corazón y los asuntos, sin dar la menor importancia a lo que ocurre alrededor,
porque sabemos los atajos, y no transitamos las calles abarrotadas esos días,
damos vueltas de kilómetros si hace falta para evitar tumultos.
Hiberno una nostalgia contenida, que se ha
instalado en mi cotidianidad donde lo absurdo de las horas pasa por un
caprichoso alargarse a medida que tú te alejas, un día cualquiera me sumirá en
este exiguo y enorme vacío, y mira que sé, que te gusta más mi sonrisa, pero me
cuesta mostrarla al teléfono, lo intento no creas, algunas veces encerrada en
mis miedos, otros liberándola con su tono más sonoramente estridente de júbilo,
para luego escuchar como tú la describes, me gusta tanto que lo hagas, y que me
digas que soy una especie de instrumento con la mayor escala vocal que nunca hayas
escuchado, adornado de múltiples matices, y cómo mi voz te muestra cada uno de
mis estados, quizás sea la única vía de salida que concedo a los sentimientos,
tal vez sólo esperando largo tiempo a ser sacados por alguien que como tú, recién
llegado de mil guerras, atrapó mi
sonrisa y la hizo suya poseyéndola.
Y tus labios en la distancia, calman ese
suspiro que escapa cada vez que hablamos, cada vez que me miras entre las
letras, cuando con tus ojos paseas a través de mis líneas de izquierda a
derecha, cada vez que me lees. Cuando terminas ese punto final y cierras los
ojos, me piensas, y tu delatora sonrisa se percata… Ella lo ha hecho de nuevo, me
da las pistas constantemente, de que también me piensa…
El devenir de mis días ya no es más que
eso al fin, el impás entre dos momentos tuyos-nuestros, algo que sucede porque
tiene que suceder, porque no queda más remedio y la vida sigue, pero los relojes ya solo te esperan.
Y saldré de nuevo a caminarte, a
escucharte, a llenar mi pituitaria de los olores de la Rosaleda que mezclados con
los de las dalias, y el polen inundan los paseos que camino, miraré de nuevo al
Ángel Caído con la infinita ternura que ahora me inspira su pecado, quién no
puede entender a un pecador es un malvado, cuando la debilidad es tal vez el único
vestigio que de divino nos queda a los humanos.
Y al pasar por el estanque, mientras algún
piragüista navega asustando a las carpas hambrientas, veré como se pone el sol
inundando de amarillo la estatua del Mausoleo a Alfonso XII, y ahora entiendo
el porqué de aquella letra popular: “Donde vas Alfonso XII, donde vas triste de
ti, voy en busca de Mercedes, que ayer tarde no la ví…”.Y Justo en ese
emplazamiento y en ese instante divagué, que no importa lo lejos que estén dos
atardeceres, si los miras con los mimos ojos, terminarán siendo uno solo.